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El secreto del pueblo en el que la gente come lo que quiere y no padece cáncer ni diabetes

Valle de Vilcabamba, Loja Ecuador. (Andrea Ordóñez)

Mercy Carrión es una de las pacientes del doctor Jaime Guevara-Aguirre, director del Instituto de Endocrinología, Metabolismo y Reproducción en Quito (Ecuador). Tiene 50 años, mide poco más de un metro, y padece obesidad. Pese a esto, no tiene ningún signo de diabetes ni hígado graso y mantiene una tensión arterial perfecta, de 100/70.
“Es por esto que no se preocupan mucho por su dieta”, reconoce Guevara-Aguirre a Peter Bows, que ha narrado su visita a las montañas de Ecuador en 'Mosaic'. La nevera de Carrión está repleta de carnes rojas, huevos y mortadela, y aunque come muchas bananas las prepara siempre fritas. Con esta dieta hipercalórica es imposible huir del sobrepeso, pero, a diferencia de cualquiera de nosotros, en su familia la obesidad no está relacionada con problemas de salud.
Carrión, como muchos de sus parientes, tiene una rara mutación genética conocida como el síndrome de Laron. La enfermedad fue identificada a finales de los años 50, cuando el investigador israelí Zvi Laron, que trabajaba con pacientes que sufrían retraso en el crecimiento, observó que algunos de ellos tenían unos marcadores sanitarios impropios de su condición física. El científico tardó casi 20 años en identificar la causa de esto. Pero en 1966 publicó sus conclusiones.
Laron descubrió que, paradojicamente, sus pacientes tenían un flujo abundante de lahormona de crecimiento, por lo que su ausencia no podía explicar su enanismo. Entonces descubrió que su problema era que los receptores de la hormona en el hígado estaban dañados. Esto, además de provocar serios problemas físicos –frente prominente, puente nasal deprimido, bajo desarrollo de la mandíbula, obesidad troncal...– hacía que otra hormona del crecimiento, el “factor de crecimiento insulínico tipo 1” (IGF-1), tuviera una presencia extremadamente baja en su cuerpo.
La IGF-1 juega un papel importante en el crecimiento infantil, pero una vez que somos adultos sus efectos son más bien perniciosos. Como estimula el crecimiento y división de las células, su ausencia está relacionada con una enorme protección frente al cáncer. Y, por si fuera poco, los individuos que carecen de la hormona son mucho más sensibles a la insulina, lo que previene la aparición de diabetes y otros problemas metabólicos.
La pregunta que se han hecho todos los científicos al descubrir esta mutación es de lo más lógica: ¿es posible replicar los efectos positivos de la ausencia del IGF-1 sin padecer sus efectos perniciosos en el crecimiento?

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